Desde
la ventana del Lapin, por donde cada vez más comienza a abrirse paso la luz del sol
que anuncia el buen tiempo y los días más largos, observo el cielo con la
mirada algo perdida entre esas nubes blancas que se dejan arrastrar por el poco
viento que sopla. Me gusta este tiempo meteorológico, me reconforta que el sol
me caliente los huesos, casi siento su vitamina en la piel. Quizás sea por eso que
siempre me veo más guapa en primavera, a lo mejor, incluso más guapa de lo que
realmente soy, pero me da igual.
Mi
reflejo en la ventana (que ya va
necesitando la limpieza de vidrieras que hago cada vez que acaba el invierno)
me devuelve una imagen pálida. O peor, amarillenta. No sé en qué momento de mi
vida pasé de ser una joven lozana y vivaracha a un oso pardo que pasa los
inviernos hibernando. Por inviernos, como ya sabéis, entiéndase sólo enero y
febrero (diciembre, es el verano de mis inviernos).
Yo,
que he salido en mis años de instituto desde el viernes a las seis de la tarde
que llegaba del colegio hasta el domingo a las doce de la noche que nos cerraban
la discoteca del pueblo. Yo, que cada año elucubraba diferentes teorías
pitagóricas para explicarle a mis padres que la madrugada en la que se cambiaba
la hora de los relojes me tenían que permitir recogerme una hora más tarde. Yo, que he llegado a salir con una bolsa de
agua caliente en el bolso para calentarme las piernas y poder sentarme en las
terrazas en invierno sin entumecerme. Yo, que he hecho botellón (siendo
abstemia), en pleno invierno hasta las cuatro de la mañana con la única
motivación de estar en la calle y hacer vida social. Yo, que en todas las
actualizaciones de google street me han pillado saliendo o entrando de mi casa
(lo prometo, la última me la mandó un amigo el otro día. No la pongo como prueba de que no exagero
porque igual mañana se me llena la casa de admiradores y ramos de flores y yo
acabo de pasarle la fregona a los escalones y paso de que me pisen lo fregado).
Pues bien, no sé cómo, ese “yo” ha desaparecido. Ha escapado de la jaula de mi
cuerpo y me ha dejado en su lugar a un vejestorio que no ha salido ni una sola
noche de invierno (durante el día sí, para qué os voy a mentir). Hasta he
aprendido a hacer crochet, no os digo más. Una manta de cuadros me he hecho en
mis noches de sábado.
Pues
esta desidia de la que os hablo se ha apoderado de mí hasta límites
inabarcables, incluyendo la lectura. Me he dedicado a leer obras infantiles en
inglés, tareas que no me requiriesen el más mínimo esfuerzo intelectual; y a
ver series policiacas americanas, unas tras otras. He adquirido un vocabulario anglosajón
sobre delitos, comisarías, armas y demás, que estoy por presentarme a unas
oposiciones en algún departamento estadounidense de las fuerzas del orden.
Y
en éstas andaba yo, cuando decidí citar a alguien para que me hablara de una de
mis autoras favoritas, Jane Austen. Prometo que puse todo mi entusiasmo en
arreglar la mesa del Lapin. Coloqué un mantel blanco de algodón egipcio, una
tetera que me regalaron en Oxford, con tazas blancas y unos bollos recién
horneados. Y puntual, al té del mediodía, hacía su entrada el sobrino de Jane
Auste, James Edward Austen-Leigh.
La
imagen era la de un hombre formal, distante, correcto, pero quizás algo
indolente. Comienza a narrarme la que dicen que fue la primera biografía de mi
querida Jane. Lo escucho de la manera más apasionada que sé, incluso habiendo empezado
advirtiéndome que no son muchos los datos que maneja…
Tras
un rato de su narración, me encuentro dándole vueltas a la cuerdecita del té
alrededor de la cuchara, observando cómo caen las gotas, ya frías, encima del
platillo de porcelana que actúa como base. No sé si es porque él se va por las
ramas con familiares lejanos de los que yo nunca había escuchado hablar. Quizás
sea mi actitud abúlica. Pero el señor Austen-Leigh, me aburre. Mis ojos siguen
clavados en los suyos, pero si dejara un momento de hablar sobre bisabuelos, o
de cómo él consiguió su título nobiliario, o intentar justificar que Jane
Austen no pertenecía a la burguesía (a ver, que yo la quiero mucho, pero
tampoco creo que tuviese las uñas negras de restregar el suelo limpiando)…
Quizás, si dejara de liarse tanto, se percataría que mis pupilas dilatadas
están totalmente inertes. No le enfocan.
Mi
mente se ha ido a otro lugar en mi imaginación, donde he colocado a
Austen-Leigh a un lado de la mesa y a George R.R. Martin a otro, y me dedico a
esperar a ver quién de los dos cae antes desfallecido al suelo, debido a la
deshidratación fruto de la verborrea sin límite a la hora de hablar de lazos
familiares (de personajes reales en el primer caso, de personajes ficticios en
el segundo).
Chawton |
Los
únicos momentos en los que ha captado mi atención de verdad, ha sido cuando me
ha mostrado alguna de las cartas que escribió Jane Austen (una de ellas al
propio príncipe de Gales, que era un apasionado de sus novelas), o cuando ha
mencionado Chawton como una casa que el lector no debe visitar porque ya no
queda nada de lo que fue cuando Jane la habitaba. En esto último, tengo que
llevarle la contraria. Quizás porque ha sido rehabilitada o por algún otro
motivo, Chawton sigue mostrando hoy un gran esplendor, y creo que todo amante
de Jane Austen quedaría encantado con la visita.
Me
he alargado muchísimo pero, en resumidas cuentas, lo que os he querido contar
es que sólo salvo la parte donde se encuentran algunos fragmentos de la
correspondencia de la señora Austen. Puede que esta apreciación se deba a mi
actitud apática de los últimos meses, no lo sé. Lo que sí sé es que yo no tengo
sobrinos. Pero si el día de mañana, alguno de mis sobrinos escribiese una
biografía mía tan sosa y con tan pocas demostraciones de afecto, juro que me
levantaría de la tumba emulando la película “El Cuervo” y me pondría a
repartir sopapos a diestro y siniestro a cada miembro familiar que hubiese
permitido aquello.
Ya comenzamos los paseos delante del mar |
Y
sé, que muchas de vosotras sois amantes y defensoras fieles de todo lo que
huela a Jane Austen, así que espero no haber herido muchas sensibilidades. Si
queréis, podéis arrojarme piedras, la coraza de escarcha y palidez que ha
dejado el invierno en mi piel me protegerá.
Un beso a todas! En breve
paso por todos vuestros blogs para empaparme de vuestras palabras y
recomendaciones.