domingo, 15 de febrero de 2015

La Tienda de Antigüedades, Charles Dickens.



Al doblar la esquina de la calle que me conduciría al Lapin, tras unos doscientos metros de aceras mojadas por la lluvia de aquella noche y árboles despojados de las pocas hojas que aún vestían sus ramas, el viento seco me arañaba la cara. Me abotoné la parte alta del abrigo gris, de una forma que oscilaba entre lo torpe y lo ridículo pues no tenía ninguna intención de despojarme de las manoplas de lana que me acababan de regalar y que, en estos días, me estaban ayudando a que mis sabañones se curaran. 
                      
 
Si no fuera por él, no me habría levantado de la cama un día como hoy. Pero sabía que el encuentro no me decepcionaría. Cuando conseguí llegar, con todos mis miembros ateridos por el frío, lo encontré de espaldas sentado cerca de la chimenea, donde había dispuesto dos butacas orejeras y una pequeña mesita en la que ya humeaba una tetera de English Breakfast. 

-Acérquese al hogar y caliéntese, muchacha- me saludó cordial.

Su imagen era la de un hombre mayor, ataviado con un traje de chaqueta de lana escocesa y postura firme y elegante. Sus rizos, algo rebeldes, estaban colocados hacia la parte derecha y una larga y frondosa perilla encuadraba su mentón. Los ojos oscuros que me observaban no dejaban ver una mirada severa, tampoco penetrante. Dejaban ver una persona distraída, quizás fatigada por el paso del tiempo. 

-A lo mejor no es un buen momento…-  comencé. Pero él me interrumpió.
-¿Conoces la historia de La Tienda de Antigüedades del abuelo de Nell?

Antes siquiera de que pudiera responder, el señor Dickens inició su historia. Me llevó a recorrer las calles de un Londres victoriano oscuro. Un lugar por el que daría miedo pasear más allá de las dos del mediodía. Y, pronto, me vi inmiscuida en la vida de la pequeña Nell. Una niña huérfana que vive con su abuelo, un anticuario que negocia con gente sin escrúpulos como el vil Daniel Quilp. 


Las malas decisiones del abuelo, agravadas con la maldad del señor Quilp, condenarán a nuestra Nell Trent (y digo nuestra porque Dickens tiene la habilidad de que la sientas como algo tuyo, a quien te gustaría abrazar y proteger) y a su abuelo a abandonar su casa y su negocio, emprendiendo un viaje por la Inglaterra rural en pos de una vida mejor. Esta huida a mitad de la noche, se realiza sin que Kit el vecino y mejor amigo de Nell pueda hacer nada por evitarlo. 


A partir de ese momento, las tazas de té se suceden y el señor Dickens empieza a pasar páginas de su novela mientras yo sigo sirviendo la bebida que acompañamos con algunas pastas. Es una obra extensa, pero la visita se me hace corta.

A veces, mientras él me narraba la historia de la odisea de nuestra protagonista, mis ojos se dirigían a la ventana y pensaba en el frío que hacía y en la niña menuda. Una infante huesuda, de una piel tan fina que seguramente no guardaría nada de calor, vagando y luchando contra las adversidades. ¿Cuántas Nells habrá, en estos momentos, viviendo su particular odisea?, me pregunto, arrastradas quizás por decisiones que otros han tomado y que, sin quererlo, le repercuten directamente. 


Paralelamente al relato de Nell, también vivimos cómo sigue siendo la vida del joven y voluntarioso Kit, que debe seguir con su vida en Londres para poder combatir la pobreza y paliar el hambre de su madre y sus hermanos; a la vez que no cesa en su afán por encontrar noticias de su querida amiga. 

Y así, a través de un recorrido de más de seiscientas páginas, Dickens me bautizó en su mundo victoriano de injusticias, pobrezas, de clases sociales, de infortunios y desventuras, aunque también con momentos de belleza y esperanza. Un universo donde quedan perfectamente delineadas las actitudes de los personajes. Donde odias con todo tu ser al señor Quilp, entre otros, y donde te encariñas hasta el extremo de sentir desasosiego por querer proteger a los personajes de buen corazón. 

Era la primera vez que me reunía con Dickens. Él cogió su sombrero y se fue, dejándome allí sentada delante del fuego. No me apetecía levantarme, ni volver a casa. Quería seguir en el Lapin, imaginándome en uno de esos bares lóbregos del Londres de 1840. Pedí algo de comer y me dispuse a escribir una nota de agradecimiento al autor, deseando que volviera pronto a visitarme. ¿Quizás con Oliver Twist?

(Las fotos son todas de Oxfordshire)