martes, 28 de octubre de 2014

Lo confieso, me rindo al marketing…



Sí, creo que alguna vez lo he mencionado, pero he de reconocer que a mí las cosas bonitas me vuelven loca. No me refiero a que pierda la cabeza por  grandes marcas, modas, tendencias, etc. No, lo que a mí me pasa es que se me hace la boca agua con cierto tipo de decoración, motivos, dibujos, prints…  Como me dicen por aquí: “soy el deseo de cualquier director de marketing, soy la víctima perfecta”. A mí me ponéis un puñado de estiércol metido en una cajita bien presentada y, a poder ser, con algún motivo de tartán (cuadros escoceses) de cualquier color y yo os lo compro. Así, con total convencimiento y sin ningún tipo de criterio más allá del estético. La parte buena de esta obsesión es que no soy nada impulsiva con las compras, quiero decir, que paso por delante de algo precioso que capta mi atención, lo miro, remiro, suspiro, lo deseo, suspiro otra vez… pero luego empiezo a sentir la presión de mi lado sensato que me dice “no gastes en caprichos innecesarios”, “son lujos capitalistas”… y termino yéndome con las manos vacías. Luego hay veces que, una vez en casa, el deseo persiste y me hace volver semanas después, cuando he ahorrado, y compro el objeto que lleva semanas rondando mis sueños cada noche. Aunque claro, también hay veces que, para cuando vuelvo, ha habido otra persona más rápida en decisiones que yo y me quedo sin él (con esto último tendría varios ejemplos, dos de ellos en Londres, las Navidades pasadas. Pero eso ya lo contaré otro día).
chuches de los libros de Harry Potter

 
Uno de los puntos álgidos de esta obsesión llegó con mi primera visita a los estudios de Harry Potter, imaginad un sujeto como yo plantada allí, en mitad de una tienda desmesurada, con todos los productos y cachivaches que vuestra mente pueda llegar a imaginar. Yo hiperventilaba, pero como el hiperventilar no es sinónimo de que tu cartera se vaya llenando de billetes de cien libras, pues todo quedó en una varita y un libro que fueron, y siguen siendo para mí, el mayor tesoro jamás descubierto por el hombre desde que el mundo es mundo. Así que, meses después, cuando supe que iba a volver con motivo de mi cumpleaños (imaginaos Harry Potter + decoración de Navidad= locura para mí), me llevé meses ahorrando para cuando volviera a poner mis pies en aquella tienda. Salí con un bolsón de “porquerías”, entre ellas comida.




Porque ahí es donde yo quería llegar con esta entrada, a la comida. Últimamente, es uno de los cinco grandes deseados en mi lista: libros (a poder ser de portadas bonitas), cuadros escoceses, dibujos de animales antropomorfos, tazas y comida. Pero no cualquier comida, no un bocata de sobrasada, que estará muy rico, no digo que no, pero… no me refiero a eso. Los últimos meses, me ha dado por fotografiar comida bonita, me paso los ratos poniendo la mesa, buscando la luz, etc. No soy muy buena aún con la técnica, pero me entretengo y paso un buen rato, que es de lo que se trata. Así que cada vez que entro en un supermercado temo, porque se me van los ojitos detrás de todos los estantes buscando botellas, latas, paquetes bonitos... Una de las últimas cosas que hemos cocinado ha sido una fondue de quesos, para la que compré un brócoli. Que a mí el brócoli, ni me gusta, pero me pareció que tenía una forma de árbol muy fotografiable. Así que convencí a mi comensal para hacernos con él “porque hay que comer verduras” y luego fingí que me encantó su sabor y su textura, pero que para la próxima “me bastará con mojar pan en el queso”.




Para que os hagáis una idea de hasta dónde está degenerando esta nueva afición, sólo bastaría con decir que, en la última visita de turismo que hice hace un mes, me traje de recuerdo un… ¡Bote de Ketchup! Así, con todas sus letras. ¿Dónde quedaron los llaveros, los imanes  para el frigo…? No lo sé. A mí lo que me pareció fue que ese bote de kétchup de cristal quedaría muy bonito en una foto y luego puesto de decoración en mi cocina. ¿Pero qué cocina? No sé, la que yo me imagino que tendré cuando me toque la lotería y tenga casa propia, pero yo me estoy haciendo mi “ajuar” de cosas bonitas.

Pues puestos en antecedentes, vayamos a la lectura, que es de lo que se suponía que iba a hablar antes de contaros la historia de mi vida. Hace unas semanas, un viernes, para ser exactos, iba paseando por el centro de la ciudad. Mientras andábamos, iba explicando que esa noche iba a empezar a leer Matilda de Roal Dahl en inglés, apoyándome en un audio libro leído por la mismísima Kate Winslet, que compré en la Waterstones de Oxford.




Y, de repente ante mis ojos, como si la hubiesen construido en ese momento sólo para que yo sucumbiera al pasar por la puerta, una tienda de productos americanos. Me tiré de cabeza y sin brazos por delante para proteger la mollera. Si la puerta de cristal no llega a estar abierta me dejo allí los morros. Inspeccioné todo, de arriba abajo: salsas, recipientes grandes, patatas fritas, sirope de arce… Y cuando ya creía que no podía haber nada mejor, allí estaba bien colocada, coloreada con vivos colores, perfumada con un aromático e irresistible olor, fotografiable al 100%... cumplía todos los requisitos: una tableta de chocolate Wonka, traída desde la misma fábrica de Mr. Wonka.


En esos instantes, volví a la disputa interior de “no, da igual, el chocolate de marca blanca que hay en casa también está muy rico…”, “tampoco me muero por probar ese maravilloso sabor de crème brulée” (mentira cochina todo). Pero para disuadirme y llevarme por el mal camino, entró en escena el “aspirante a santo del año”. Sí, Heavy-chef me la compró, no sin antes recordarme la de veces que había querido regalarme algo por lo que había suspirado, yo había dicho que no, luego me había arrepentido, habíamos vuelto y ya no estaba. 

Así que, tras la tienda de productos americanos, fuimos a la librería y se vino como regalo otra obra de Roal Dahl, Charlie y la fábrica de chocolate, en inglés (para justificar que no era capricho, que eso era ¡ESTUDIO!).

Y así pasé la noche del viernes y todo el fin de semana, leyendo una de las obras más tiernas de Roal Dahl y saboreando el maravilloso chocolate Wonka. 




Bueno, poco a poco vuelvo a escribir entradas, en ésta he tirado la casa por la ventana y os he contado media vida. Espero no haberos aburrido, porque al final de lo que menos he hablado ha sido del libro en sí, pero la palabra con que recuerdo el libro es “delicioso”.
Espero que tengáis una buena semana, yo me voy a carvar calabazas, otra afición muy estética  y muy americana que adquirí en Inglaterra el año pasado y que pienso conservar ¡Vivan los americanos y su marketing!
Las fotos están hechas por la menda lerenda (era obvio, si no, no habría tenido la poca vergüenza de firmarlas). La segunda está hecha con un móvil, por eso sale con formato raro. Mi asesor técnico ha salido y no volverá hasta dentro de un par de horas así que... me perdonan, pero estaba deseando publicar.