martes, 24 de julio de 2012

Verano a la antigua...


A finales de los 80 y principios de los 90, mis veranos eran pura libertad, nunca sabías si era lunes, miércoles, viernes, domingo… Todos los días te limitabas a hacer lo mismo: levantarte por la mañana, ver una serie mientras desayunabas, bajar a la playa, subir a la piscina y volver a casa para comer. Yo era feliz hasta ese momento…



            - Mamá, no quiero comer tan tarde. Mis amigas comen a las dos y cuando abre la piscina a las cinco, ya se pueden bañar y yo tengo que esperar sola en la toalla hasta las seis- me quejaba yo.

            - Pues las madres de tus amigas no saben disfrutar. Estamos en la playa y aquí no hay horarios. Además, si comieras más rápido, no acabarías a las cuatro de la tarde- sentenciaba ella.

Y después de muchos “come y calla”, “mamá se me hace bola”, “es que los filetes tienen nervio”, “mis amigas comen con refresco” (yo no probé esta bebida hasta adolescente)… llegaba la hora de ver la tele. 

Y aquí, entraba en juego mi padre. 

            - Papá, ¿otra vez el Tour? Es muy aburrido, si hasta tú te quedas dormido al final- rechistaba yo.
            - Vale, pues cambia el canal- te decía, maliciosamente (pues él ya había leído el Teleprograma esa mañana. Para el que no se acuerde, el TP era la revista que salía todos los lunes antes de que se inventara el teletexto y te decía la programación de la semana).


           

 Y tú te levantabas (porque en aquellos tiempos, el mando sólo era una entelequia), inocentemente, y cambiabas al otro canal que había: La 1. Y allí estaba, la película estrella: Tiburón. Yo jamás entenderé la obstinación del director de Rtve por poner cada verano la dichosa peliculita. Porque a la gente le parecerá un clásico, pero yo me pasaba los tres días posteriores horrorizada, sin querer bañarme ni en el mar, ni en la piscina (porque ahora suena a tontería; para a mí, la idea de que un tiburón pudiera meterse en las tuberías y salir por la depuradora de la piscina me parecía algo perfectamente factible). Aunque, confieso, que mi miedo a eso era inmensamente menor a que la depuradora se tragara mis tripas si me sentaba en la rejilla de la piscina. Que ésa era otra noticia estrella de cada verano, no había un verano en el que una depuradora no absorbiera los intestinos de algún niño. Ya no sé si de verdad se daban esas noticias o eran invenciones de mi madre, que no era muy amiga de las piscinas.

 Pero bueno, a lo que íbamos. Como niña espabilada, te guardabas el orgullo y el miedo, y volvías al sofá. Intentabas aguantar, entrecerrabas los ojos… pero cuando el escualo se acercaba y comenzaba la música, el pánico se apoderaba de mí y, sutilmente, claudicaba.

            - Papá, mejor vemos el Tour, que dicen que va a ganar Induráin.


Así que volvía a levantarme, cambiaba el canal otra vez, regresaba al sofá, cogía mis tebeos de Zipi y Zape y me ponía a leerlos hasta que llegaban mis amigas para ir a bañarnos a la piscina. Bueno, a bañarse ellas, yo me limitaba a mirarlas, sentada sola en la toalla esperando a que dieran las seis de la tarde. Porque para comer no habría horarios, pero a la hora de respetar las horas de digestión... nos guiábamos por un reloj suizo.

Y bueno… ¿por qué os he contado hoy la historia de mi vida? Pues porque me voy unos días al Mediterráneo a casa de la familia política, a disfrutar de la playa, del esnorquel, del sol… Y como nunca se sabe cómo son las siestas en casa de nadie… me llevo a un amigo y a su pandilla: “El Pequeño Nicolás” (porque el discurso de las horas de digestión arraigó en mi interior y sigo respetándolas). Llevaba tiempo con ganas de leer las aventuras de este chico y de sus amigos y, casualmente, cotilleando en biblioteca ajena di con él. Así que, tras unos segundos de súplica, me lo agencié (el libro estaba repetido en la estantería, así que… podemos decir que ha sido un acto de solidaridad y difusión cultural).

Y con el libro de Nicolás en la mano, seguí mirando la estantería y encontré otro que complementaba a éste así que… ¡tampoco pude dejarlo allí! “Joaquín tiene problemas” también de Sempé y Goscinny, que versa sobre uno de los amiguitos de Nicolás que tiene problemas porque acaba de tener un hermanito y no lo lleva muy bien.
Cogiendo prestado...

 Así que voy a meter mis nuevas adquisiciones en la maleta y, en unos días, estaremos todos en la playa convirtiendo la digestión en momentos de risas. Os iré contando cómo se portan Nicolás y sus amigos, porque creo que allí tenemos internet, pero no estoy segura.
¡Un abrazo muy grande!

martes, 17 de julio de 2012

Mi familia y otros animales


Esta mañana temprano el Lapin Agile estaba vacío. No había movimiento por las calles, parece que todos han huido al mar a refrescarse. Yo estaba desayunando cuando, de repente, sus puertas se han abierto y ha irrumpido en la sala un hombre grande y de complexión fuerte. Sus botas de piel espolvoreadas de arena, su melena y su poblada barba canosa le daban una imagen desenfadada, de aventurero. Lo examiné con la mirada y traía un mono apostado en su hombro. “¿Pero de dónde ha salido este hombre? Parece que se ha escapado de una película de Indiana Jones”- me preguntaba yo.

El misterioso señor se fue acercando y se sentó a mi lado. El mono saltó de su hombro, recorrió intrépido la mesa y se subió velozmente sobre mi hombro y comenzó a examinar mis cabellos.

-          Soy Gerald Durrell y vengo a hablarte de Mi familia…- se interrumpió y concluyó sonriendo- y otros animales.







Entre risas, su relato fue surgiendo, como el vecino que te cuenta sus vacaciones en Benidorm. Y trenzando sueños y madera él, con manos hábiles, fabricó un pequeño bote para que fuéramos a navegar. Desde la arena le ayudé a empujar la barcaza y ya, alejados de la orilla, en pleno mar Mediterráneo comenzó a relatarme sus aventuras en la isla de Corfú.



El balanceo de la barca y el olor a salitre me han traído tranquilidad y las palabras del pequeño de los Durrell me han hecho rencontrarme con una sonrisa que, en estos tiempos, es más que huidiza. 

Me ha hablado de sus hermanos Larry, Leslie y Margo, de la paciencia de su madre, de Spiro, un griego angloparlante que les hizo de ayudante, pero sobre todo… de Teodoro Stefanides, que fue profesor del pequeño Gerrie durante su estancia en Grecia. 

Familia Durrell (foto de la colección de G.D.)


Tumbados en la barca, con los remos alzados, la narración de sus múltiples anécdotas no tiene fin: su afición por conocer las plantas de la isla, su colección de insectos, su perro Roger, la malograda tortuga Aquiles…

-          Aquiles se esfumó. La encontramos, para nuestra consternación, muerta. Ni los intentos de Leslie de hacerle la respiración artificial, ni la sugerencia de Margo de meterle fresas por el gaznate abajo (para darle, como ella explicó, una razón para vivir), lograron la menor respuesta. La enterramos, Larry con voz temblorosa leyó una elegía fúnebre. Solamente Roger deslució el acto, insistiendo, a pesar de mis protestas, en mover el rabo durante toda la ceremonia funeraria.

Hasta con los acontecimientos tristes, logra sacarte una sonrisa. 

Gerrie y Roger
 La infancia de Gerald D. en la isla de Corfú tuvo que ser maravillosa. Saliendo de excursión con su profesor, yendo a pescar, conociendo a intelectuales amigos de su hermano mayor… Y todo ello, con esas aguas turquesas como telón de fondo ¡Qué envidia!

El señor Durrell vuelve a coger los remos, tenemos que regresar al Lapin Agile pues él debe tomar un tren con destino a Londres (me ha prometido que me mandará alguna postal antigua por correo ordinario).

Así que nos despedimos y él me agradece que haya colaborado con su fundación Durrell Wildlife que ayuda a la protección de animales y que se financia con donativos y con los derechos de autor de sus libros. 

Como regalo de despedida, su mono me ha dejado en la mesa un ejemplar de “Bichos y demás parientes” para que siga disfrutando de las cómicas aventuras de su familia. 




Descubrí este libro en Grecia, cenando en Meteora (cerca de Kalambaka) hace dos años. Coincidí en el hotel con unas valencianas que me hablaron de G. Durrell y me recomendaron este libro. La verdad es que me ha encantado su lectura (aunque a veces, al ser un experto, detalla minuciosamente todos los tipos de plantas y animales. Hay gente a la que eso no le gusta. Pero, en general, la narración está muy bien hilada). Con él, he descubierto la isla de Corfú y si algún día tengo la oportunidad de volver a Grecia, iré a visitarla.
Eso es lo bonito de los viajes, que aprendes tantas cosas imprevisibles que no vienen en las guías…

lunes, 2 de julio de 2012

Montañas como Islas


Pequeño Árbol, si no conoces tu pasado, no tendrás futuro”.

Pequeño Árbol es un niño de cinco años que queda huérfano y debe irse a las montañas a vivir con sus abuelos cheroquis. El libro no es el súmmum de la literatura (incluso, hubo veces que no me gustó la traducción), pero tampoco creo que lo pretenda. No obstante, tiene un estilo sencillo, lleno de paz y se lee bastante rápido. No hay una gran historia de amor, ni giros inesperados en su trama, sin embargo, encierra algo en él que le hace ser especial: la ternura de un niño de cinco años que te cuenta su vida. Creo que es el primer libro, en mucho tiempo, que me ha hecho tener un nudo en la garganta mientras leía (y, aunque me da vergüenza, he de reconocer que he llorado mucho). Pero no son lágrimas motivadas por sucesos trágicos, todo lo contrario. Es emoción por la candidez y la inocencia del chico, por su forma de ver la vida, por el amor que siente por sus abuelos (el momento en el que le regala la caja de galletas a su abuela, yo lloraba con el corazón encogido) y por la dedicación de éstos hacia su nieto.




El autor me ha traído hasta las montañas de Tennessee y me ha dejado acercarme sola a la cabaña. Esta es una experiencia que tengo que vivir empapándome de la energía y la quietud de este lugar. Allí me esperan mis tres protagonistas, acompañados de Willow John, un indio amigo del abuelo. 

Por primera vez, renuncio a la desnudez de mis pies y los cubro con unos mocasines hechos por la abuela Bonnie Bee. Me llegan hasta el tobillo y, como ella misma dice, cuando caminas por las montañas sientes “la tierra tibia empujar, hinchándose en algunos sitios y cediendo en otros…” Así, acompañaré cada día a Pequeño Árbol en sus aventuras e iré descubriendo la belleza de estas montañas.



Montañas como Islas es uno de esos libros con el que ríes y lloras. Cuando terminas la última página, quieres salir corriendo y compartirlo con todo el mundo. Es un canto a la justicia, a la defensa de los cheroquis, a la naturaleza, pero sin caer en idealizaciones. A medida que iba leyendo, apuntaba en la última carilla los párrafos y el número de la página que más me habían gustado (terminé completando la cuartilla). Desde el verano pasado, tras haberlo leído, cada vez que tengo la oportunidad de ver el sol desperezándose durante el amanecer, recuerdo la frase del abuelo: “Se está despertando”.




Todo el mundo tiene alguna película, una obra de arte o algún libro que hace que le tirite el alma. Para mí, este libro es uno de ellos. Quizás no sea un clásico, pero no por ello tiene que ser malo. Soy de las que creen en la variedad y en leer buena literatura, pero sea de la época que sea. ¿Acaso alguien que haya nacido en 1980 ya está condenado a no escribir porque sus libros serán considerados poco más que banales? No sé, a lo mejor soy una exagerada, pero para mí es como si le dijéramos a los niños que hoy día están en el colegio, que no tengan sueños porque ya está todo inventado, que se limiten a vivir con lo que hay. Creo que si nadie se hubiera arriesgado a escribir algo innovador, nos hubiésemos conformado con recitar, de memoria, las epopeyas de Homero y nada más. No tendríamos a Shakespeare, porque para Teatro ya estaban los clásicos de Aristófanes, Sófocles o Eurípides; no habríamos leído más poesía porque tendríamos la de Catulo… y así con todo. Defiendo los clásicos y, yo misma, suelo escoger leer uno de ellos antes que cualquier libro contemporáneo; pero también me gusta dar oportunidades y no encerrarme en la negación, por el simple hecho de que el autor haya nacido hace cuarenta años. Nunca se sabe donde puedes encontrar un personaje que se agarra de tu mano y te acompaña el resto de tu vida, susurrándote aquellas palabras que tanto te gustaron en un momento determinado de la lectura.


Volviendo a “Montañas…”, hace años había otra edición que llevaba por título “La estrella de los Cheroquis”, pero ahora la editorial Duomo lo ha sacado con este nombre. Me gustan mucho más el nuevo título y la portada, igual de sencilla que la historia, con las esquinas envejecidas y un árbol en medio rodeado de dos perros. Además, la editorial me ha descubierto una palabra que desconocía y ahora me encanta: “nefelibata” (persona que vive en las nubes).

Fue publicada en 1976. Del autor (Forrest Carter) cuentan que, en realidad, se trataba de Asa Carter, un antiguo político miembro de la American States Rights Association. Según esto, Carter renegó de sus ideas y se retiró de la vida política para dedicarse a escribir.


También han hecho una película: “The education of Little Tree” (a ésta pertenecen las fotos de mi entrada). La he conseguido en inglés, pero aún no la he visto. Me da miedo que corrompa la historia y quiebre mi visión de las montañas.





La foto está hecha con el móvil, lo siento :)


¿Sabéis…? Hoy no volveré al Lapin Agile, me quedo un rato más sentada en el porche de la cabaña, tomando un trozo de pastel de zanahoria, disfrutando del atardecer salvaje y escuchando a la abuela Bee leer en voz alta el libro de Macbeth que el abuelo trajo de la biblioteca.