martes, 29 de mayo de 2012

Esperando a Austen


Como os adelanté, hoy espero a Jane Austen para hablar de La Abadía de Northanger. He reservado la mesa cercana a la ventana, es la que más luz tiene y en el centro ya está reposando el té (earl grey, desde que lo descubrí no quiero otro). Llega puntual, con un vestido sencillo y una sonrisa dulce. 

Le explico que soy una gran seguidora suya, aunque no sé demasiado acerca de su persona (sé que se ha publicado una biografía escrita por su sobrino, pero me da tanto pudor entrometerme en su vida... Creo que es debido a mi propia timidez, a mí no me gustaría que dentro de doscientos años, la gente leyera mis cartas privadas o supiera escenas de mi intimidad. Aunque supongo que algún día terminaré leyéndolo, para poder entender mejor su obra). Pero bueno, mejor la dejo hablar a ella. Cuando una tiene oportunidad de encontrarse con alguien tan grande, no habla, sólo escucha y aprende. 

El sonido de su voz me lleva hasta Bath para conocer a Catherine Morland. Se dirige a ella como la heroína de su novela. Es una chica joven, fantasiosa y amante de las novelas de misterio de Radcliffe. Su ingenuidad hace que confíe en las personas menos adecuadas. Y su imaginación, derivada de la lectura de las novelas góticas, le dará algún que otro quebradero de cabeza. 

Me quedo embelesada mirando cómo las palabras se suceden una detrás de otra. Descubro una Jane simpática e irónica, que vierte todo su talento para regalarnos una gran sátira social de esta época inglesa. Le sonrío tímidamente, aunque no paro de entrelazar mis dedos nerviosos debajo de la mesa. Intento no mover mucho la pierna, lo suelo hacer para relajarme, pero esta vez me estoy controlando. 

 Su monólogo me dibuja en el aire la abadía del condado de Gloucestershire. Es propiedad de los Tilney. En ella, Miss Morland pasará una temporada y dará rienda suelta a la imaginación y al corazón. Es aquí donde Jane Austen me muestra su lado más misterioso e intrigante. Catherine, nuestra heroína fabuladora, se perderá entre los muros de la antigua abadía para tejer su propia historia, revelando sus misterios, encontrando una gran amistad y, como no podía ser de otra manera, el amor.

En honor a la verdad, he de decir que me ha cautivado más el sentimiento de amistad y de afecto que Catherine vive con Miss Tilney, que la historia de amor en sí misma.


Sus páginas se acaban, demasiado pronto para mi gusto. Jane se levanta con la misma elegancia y naturalidad con la que llegó y sale por la puerta del Lapin Agile. Yo me quedo retrepada en la silla, viendo como se aleja, y con la sensación de ser muy pequeñita. 

Vuelvo a pensar en Miss Morland. Me recuerda un poco a mí con diecisiete años, aunque yo era algo más recelosa que ella. En mi caso, fue Agatha Christie la artífice de que pasara horas y horas descifrando crímenes junto a Hércules Poirot. Eso ha hecho que, a día de hoy, ninguna película de misterio o ningún libro del género logren sorprenderme. Siempre lo descubro todo antes de tiempo. Desgraciadamente, tuve que dejar de acompañar a Poirot, porque llegó un tiempo en que sólo soñaba con asesinatos y quise darme un tiempo para no perder la salud mental. 

Como he dicho antes, quizás La Abadía de Northanger, no llegue al nivel de romanticismo de Persuasión o de Orgullo y prejuicio, pero como decía una amiga “es Jane Austen y con ella nunca se duda”. 

Cuando leo alguna obra suya, a cada momento, me entran ganas de enfundarme un bonito vestido para acudir a esas fiestas de rancia burguesía y ver cómo sus protagonistas intercambian miradas cómplices entre baile y baile. Y eso que yo no soy mucho de arreglarme, pero dudo que me dejaran entrar descalza.





Espero que a Jane le haya agradado tanto la visita al Lapin como a mí su compañía. Estoy deseando que vuelva a pasar por aquí…
Las fotos son cogidas de internet. La última es de una película que hizo en 2007 el director J. Jones. Aún no la he visto, pero tiene buena pinta.

jueves, 17 de mayo de 2012

Baelo Claudia con Wilde.


El martes el sol apareció con fuerzas, así que decidimos salir del Lapin Agile y pasar la mañana en Bolonia. En esta playa cercana a Tarifa (Cádiz) se encuentran las antiguas ruinas de Baelo Claudia. Los vestigios pétreos, tan bien conservados, permiten que nuestros ojos puedan levantar todo el urbanismo de lo que fue un municipium romano. El sobrenombre de Claudia, le viene tras la concesión del título de municipio por el emperador Claudio.

Fue fundada por los romanos en el siglo II a. C. en lo que antes fue un asentamiento fenicio. Más tarde, vivirá un período de apogeo gracias al desarrollo de la industria de salazón de pescado, a la extracción del garum (una especie de aceite derivado del pescado) y al comercio con el Norte de África. Dicen que en el siglo III d. C., paralelamente a la crisis que azotaba todo el Imperio Romano, la ciudad fue víctima de un terremoto y esto llevará a su decadencia, siendo abandonada totalmente varios siglos más tarde (VII d. C.)


Conmigo he traído a Oscar Wilde (Cuentos Completos). Sé que, desde que estudió en Oxford, fue un gran amante del mundo clásico, sobre todo de Grecia. Así que he creído que le gustaría pasear por la Curia, por los templos de la tríada capitolina, las termas o visitar el teatro y los salazones (aunque, quizás el oficio de salar pescado no sea lo bastante elegante para Wilde. Creo que ahí no se detendrá mucho).


Miro a los visitantes que discurren hacia el templo. Los imagino togados y con las bandejas de fruta para hacer la ofrenda a Júpiter.  Pienso en los habitantes de entonces, en su día a día frente al mar, en su devenir por el foro ajenos a la caótica vida de Roma.





 La playa de Bolonia está justo delante del conjunto arqueológico. Es una playa virgen de arena blanca, con dunas vivas, poco frecuentada, sin urbanizaciones, ni hoteles a su alrededor… ¡Un paraíso de los que ya no quedan! Un remanso de paz para pasar el día leyendo (para que os hagáis una idea de la calma que se respira, había vacas tumbadas en la orilla  y la gente lo veía como algo cotidiano).
Playa de Bolonia, con su duna al fondo.

Así que dejo atrás las ruinas y recorro la arena fina de Bolonia hasta llegar al lugar donde se yergue su majestuosa duna. Aquí arriba, mientras Mazapán corre de un sitio a otro, me relajo y me sumerjo en el humor satírico de Wilde. Os dejo disfrutando de la playa. Mientras, voy a intentar ayudar al Fantasma de Canterville a dar una lección a los gemelos Otis. Con el miedo que me daba de pequeña sólo escuchar el nombre… lo que me estoy riendo hoy. 



Acabo de recordar que tenía un tebeo de Zipi y Zape (de pequeña me pasaba las siestas de verano leyéndolos, mientras esperaba las dos horas de digestión…) que contenía una historieta bastante parecida. La familia Zapatilla visitaba un castillo habitado por un fantasma y los gemelos hacían de las suyas. Seguramente a Escobar también le cautivó el humor de este relato. 


Mazapán os desea que paséis un día tan fresquito como ella.


Hoy vuelve a haber cambios en mi vida. Seguramente, regresemos a Sevilla.  Pero bueno, para cuando vuelva al Lapin Agile, tengo una cita con Jane Austen. Hasta entonces, espero haberos refrescado un poquito el día con esta entrada.

Las fotos de las ruinas son de otra visita que hice, me las ha prestado un amigo. Las que yo tomé fueron un desastre. Siento no haberme acercado más a las vacas para sacar la foto pero, como veis, llevaba a Mazapán y me daba miedo que corriera hacia ellas para jugar y acabara como Manolete.

lunes, 7 de mayo de 2012

Maestros Antiguos


Retiro la mirada del papel que cubre las paredes de este antiguo café-cabaret y observo por el cristal de la ventana. Vuelve a llover. Parece que esta primavera, las nubes se resisten a marchar. Con una taza de chocolat chaud entre mis manos, comienzo a ojear Maestros Antiguos (T. Bernhard).

Ahí está Bernhard, tal y como lo recordaba, con sus frases reiterativas y su estilo tan personal e innovador. Sonrío al ver el formato de la obra (un solo párrafo desde la página 1 hasta la 193, sin descanso). Es un provocador nato.

Me cuenta la historia de Reger, un señor austríaco que va cada día, desde hace treinta y seis años, al Kunsthistorische Museum para contemplar el “Hombre de la barba blanca” de Tintoretto. Desde la sala Bordone, donde Reger se sienta, nos irá haciendo partícipes de su opinión acerca de las obras maestras. Para él, todas tienen algún detalle que las hace imperfectas, sólo tenemos que observar bien para descubrirlo. 

Me detengo en una de sus reflexiones sobre los profesores actuales y las visitas a los museos: “En esas visitas al K. Museum los profesores, con su pedante insuficiencia, ahogan en esos alumnos toda sensibilidad hacia la pintura y sus creadores (…) Una vez que han entrado con sus profesores en el K. Museum, esos alumnos no vuelven a entrar en él en sus vidas”.

A pesar de su claro tono pesimista, no le falta razón en muchas de sus afirmaciones. Aún recuerdo mi primera experiencia en el Museo del Prado, tenía nueve o diez años. Acabé sentada en el suelo, en mitad de una sala, llorando de cansancio y desesperación.

El discurso de Reger me ha hecho retrotraerme a mis clases de Museografía en la facultad. En mi promoción éramos muy pocos alumnos, no llegábamos a quince, así que los debates y las discusiones se sucedían diariamente. Eran clases dinámicas, con mucha libertad, parecían tertulias entre amigos. Algunos defendían la gratuidad total de los museos, otros estaban completamente en contra, más atrás reclamaban que estos debían contener menos obras porque es imposible visitarlas todas… Me parece enriquecedor las opiniones encontradas.


A mí me gusta que los museos aglutinen a todos los artistas que crean necesarios. Me parece más práctico ir al museo del Louvre y encontrar esa cantidad de esculturas clásicas, donde cada uno puede elegir con la que deleitarse; a que las obras estuvieran repartidas por todo el mundo. Mi ritual antes de visitar un museo es pasarme los días precedentes buscando en el catálogo virtual las pinturas y esculturas que me interesan. Luego las apunto en una hoja de libreta y, una vez que estoy allí, sólo voy a contemplar aquellos autores que me gustan (bueno, excepto si es Orsay, ahí me hace falta un papiro en vez de un folio). En mi humilde opinión, es agotador querer ver todas y cada una de las salas, creo que llega un momento en que dejas de apreciar los detalles, la belleza y las singularidades de cada obra. Aunque comprendo que cada uno usará el método con el que mejor disfrute. Al fin y al cabo, los museos son eso: contenedores de belleza, expresión y sensaciones.

Me pregunto… si tuviese la oportunidad de contemplar una obra diariamente, durante años como hacía Reger, ¿cuál sería? Quizás me podría pasar las horas muertas en la Terrase du Caffé de Van Gogh, imaginando la vida de los transeúntes; o haciéndole compañía al Niño asomado a la ventana de Murillo, mientras me cuenta lo que ve a través del alféizar; aunque también me gustaría darle la bienvenida a diario a la Primavera de Botticelli, para que cada mañana llenase mi vida con el aroma de sus flores. Creo que no sabría por cual decidirme.


Por último, he de confesar que soy adicta a esas tiendas de los museos repletas de postales… No me puedo controlar, siempre me justifico igual: “por si no tengo oportunidad de volver”. Tengo varios álbumes de fotos colmados de postales y los marcapáginas apretados en una lata de galletas francesas (y lo peor es que luego me da pena usarlos). 

Con este tiempo hoy me quedo sin mi paseo por el campo. La lluvia me da ganas de colegios ingleses, creo que pasaré la tarde viendo El club de los poetas muertos. ¡Gracias por pasar y disfrutad de la tarde!

(La entrada la escribí ayer, pero no pude publicarla. Hoy ya ha mejorado mucho el tiempo y tendré mi paseo por el campo con mi perra).

martes, 1 de mayo de 2012

LA GAVIOTA, A. CHÉJOV


Hoy ha entrado en Le Lapin Agile uno de los mejores autores rusos del siglo XIX, Antón Chéjov. Se acercó y me preguntó si me gustaba el teatro. Nerviosa, asentí y él me llevó hasta una de las fincas de la Rusia provinciana, donde la aristocracia de la época zarista solía pasar largas temporadas. 


Las obras teatrales de este autor podrían encuadrarse dentro del llamado realismo ruso (aunque hay opiniones encontradas). La historia se cierne en torno a Treplyóv, un escritor novel, atormentado por el amor y el teatro. Su familia encarna la clase pudiente, acomodada, pero miserable a la vez. El chico vive a la sombra de su madre, una exitosa actriz, y de un famoso escritor amigo de ésta que pasa el verano con ellos en la finca. Los celos, la decadencia y la ambición recorrerán la vida de muchos de los personajes.

Entre acto y acto, me paseo por la finca familiar del tío de Konstantín Treplyóv. Me pierdo entre sus olmos hasta llegar al lago. Allí me siento, en una pequeña piedra, y meto mis pies descalzos en el lago. Chéjov se acomoda un poco más atrás, apoyando su espalda en el tronco de un árbol. Me habla, entonces, del carácter social del arte, de la importancia del teatro, de lo común que eran las representaciones privadas en las fincas burguesas como medio de entretenimiento. ¡Cuánto envidio esos teatros privados! Pienso en mi niñez. De pequeña, después de mi fracaso como aspirante a cabrera, quise ser actriz. Los sábados cuando iba a casa de mi abuela, solía sentar a mi hermana y a la abuela en unas sillas de plástico, en un patio pequeño que había. Mientras, yo me disfrazaba y luego salía recitando trocitos de actuaciones de Lina Morgan (Sí, podría haber recitado a Shakespeare o Calderón de la Barca. Pero a mí, por aquellos tiempos, me gustaba Lina Morgan). 

Chéjov leyendo La Gaviota a la compañía de Teatro de Moscú. (Stanislavski está sentado a su derecha)
La Gaviota no tuvo ningún éxito en su estreno en San Petersburgo (1896), pues se alejaba bastante de los prototipos y gustos literarios del momento. El propio Chéjov le escribía en una carta a su hermana, que había sentido vergüenza tras la representación de la obra, tanto por la reacción del público, como por la pésima actuación de la compañía. El autor ruso llegó a pensar en no volver a escribir obras teatrales. Sin embargo, Stanislavski la llevará al teatro dos años más tarde. Ahora sería interpretada por la compañía del Teatro del Arte de Moscú y, para sorpresa de Chéjov, fue elogiada por todos.

A pesar de sus realidades patéticas y protagonistas desgraciados, guarda cierto humor cínico en algunos de sus personajes y eso me gusta. Me quedo con ganas de continuar con este autor. En la edición del libro vienen también otros dos títulos: Tío Ványa e Ivánov, así que pronto volveré a reencontrarme con Chéjov.


Las imágenes están cogidas de la red. Por mi parte, sigo intentando mejorar el diseño...